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Juegos de Infancia - Relatos de barriada

 

 

Autor: MARCO ANTONIO LÓPEZ SALAMANCA

 

Diseño Carátula: Daniel Guevara

 

Ilustraciones: Gina García

 

NOCHEBUENA

 

No vaya

y sea
como el diablo
que de tanto adorar
al pobre
vive multiplicando la pobreza

El Autor

 

 

     No me gusta estar acompañado en Nochebuena.  Prefiero estar solo, encontrarme con el cielo limpio y contemplarme en mis recuerdos de esa noche que decidí irme de la casa. Fue en un abrir y cerrar de ojos.  Yo me di cuenta que me había ido, allá, cuando estaba en el centro del potrero, recostado sobre el pasto, mirando un cielo azul, limpio y festivo con esas estrellitas que parecían pestañearme.   Recuerdo que empezaron a sonar las campanas con su tañido constante y alegre, y la noche se fue llenando de reventones de pólvora arriba y el cielo se fue negreando poco a poco, luego se oscureció de tanto humo y tanta toteadera de pólvora.Entonces se me llenaron los ojos de agua y me sobrecogió un sentimiento; me temblaba el estómago, el pecho me picaba y el pasto empezaba a secarse con el calor de mi cuerpo húmedo.  Sí, me oriné en los pantalones y tenia la espalda mojada.  Había buscado refugio allí porque no quería ver a nadie y tenía deseos inmensos de llorar. También estaba cansado de dejarme pegar, pues era muy chiquito y los grandes se aprovechaban de mí porque sabían que si mi mamá se daba cuenta de que yo había peleado, me pegaba y mi papá también lo hacía si me dejaba pegar de otros.  Y, ¿Cómo podía uno pelear sin que le pusieran un morado en un ojo y sin reventar al otro?.  Yo estaba en una sinsalida.  Sabía que me la tenían sentenciada, por lo que le había hecho a Alberto.  Aunque no tenia la culpa, pero me la tenían sentenciada.

 

      El papá de Alberto se ganaba la vida vendiendo paletas, en su cajita blanca de ruedas grandes, en los bazares y en los partidos de fútbol del barrio Olaya.  En el bazar del domingo anterior yo me había comprado un cono de helado muy rico y en un tumulto, Alberto, que era muy envidioso, más grande que yo y se aprovechaba constantemene de mí, me hizo tumbis, mi helado aterrizó por el pantalón de un señor y cayó al suelo llenándose de tierra. Se me perdió el heladito.  Tan pronto me di cuenta de que había sido Alberto el que me hizo el tumbis, lo mire fijo a los ojos seguramente con mucha rabia, mientras él corrió para hacerse a un lado del papá.  Entonces lo amenacé con la mano derecha asomada a un lado de mi pierna, para que el papá no se diera cuenta, pero el viejo me pilló, y Alberto le dijo que yo lo estaba amenazando.  Ahí mismo el viejo lo ahuchó como un perro para que me "diera en la jeta".

 

      Alberto se me vino envalentonado y yo no pude defenderme.  Tuve que salir corriendo porque el papá de Alberto era el amigo de mi papá y yo no quería que me pegara por un helado.  Además, me iba a preguntar por la plata del helado, yo habría tenido que contarle que me ganaba la vida haciendo mandados y que guardaba la plata para que él no se diera cuenta; si me daba algún gusto tenía que ser a escondidas.  Mi mamá sí sabía que yo me ganaba mis centavos y le gustaba que yo saliera a rebuscarme, pero no quería que yo peleara.  En fin otra vez la burra al trigo, y una vez más, yo saldría perdiendo.  Por eso salí corriendo, pero no era por cobarde.  Sí, tuve miedo de mi papá y de mi mamá.

 

      El papá de Alberto, orgulloso de su hijo, se reía y Alberto también se burlaba mientras me tiraba piedras que yo esquivaba corriendo como una liebre por entre la gente y los árboles.  En ese entonces había muchos árboles en ese parque y era muy rico escaparse de la casa para ir a jugar a "los soldados libertados" y por las noches a ver las parejas de novios besarse en la oscuridad.  Mis otros amigos también se burlaban y me tiraban piedras.

 

     Me fui para la casa y me tendí debajo de la cama para morderme los brazos de rabia por no poder defenderme y por no contar con alguien que me respaldara.  Entonces, decidí desquitarme así me mataran a palos mi papá y mi mamá, así me taparan los ojos de moretones entre Alberto y sus amigos, porque ellos estaban acostumbrados a andar y pelear en "gavilla".  Yo no tenía amigos, ni papá que me defendiera, ni mamá que me entendiera.

 

     Era como si yo fuera un estorbo en la vida.  Sí, que me mataran, para qué seguía viviendo, no me volvería a meter con nadie hasta que no me tuvieran en cuenta, no saldría de allí, hasta que no se dieran cuenta de que yo no aparecía y me llamaran y se asustaran de que yo no apareciera.  Ahí me quedaría.  Y ahí me quede dormido hasta por la noche y nadie me echó de menos, cuando comencé a sentir el frío que me engarrotó.  Luego con mucha tristeza, simplemente me escurrí a los pies de la cama y me volví a dormir.

 

     El resto de la semana también estuve así, sin hablar con nadie.  Me sentaba con los codos en las rodillas y las manos en la cara moviéndome para adelante y para atrás.  No volví a hacerle mandados nadie ni a ganarme la vida, ¿Para qué? Si, si yo era como una pelota de trapo para los más grandes, y los mayores solo me tenían lástima.

 

      La cabeza se me llenó de un zumbido como una especie de vacío que me salía de los oídos pero que yo solo escuchaba y a nadie le interesaba.  Así pasé el lunes.

 

      Al día siguiente me cogió el sueño, recuerdo que me desperté tarde y mi mamá fue a mirarme entre las piernas para ver por qué no me había levantado y descubrió la cama mojada.  Pensó que por eso que no me había levantado.  Llena de rabia me sacó de la pieza y me metió entre la caneca del agua fría.  Mientras me daba palmadas a medida que me iba quitando la ropa.  No lloré, no se por qué, pero tampoco tenía ganas de llorar o creo que si sé, sólo sabía que tenía un dolor adentro del pecho, como adentro del corazón que no me dejaba sentir las palmadas, ni el frío del agua que soltó un vaho cuando mi cuerpo caliente entró en la caneca, como si el agua también tuviera sentimientos.

 

      Mi mamá si lloró y dijo que era por culpa mía, que no hallaba que hacer con este muchacho.  Luego me vistió y yo me quedé quieto en la cama conteniendo la respiración un buen rato hasta que no pude más y salí corriendo a orinar.  Oriné muchísimo, como para toda la vida.

 

      El miércoles me levanté temprano, fui por el pan y la leche del desayuno y no hablé con nadie, me encontré con Alberto pero bajé la cabeza y me hice a un lado para que pasara.  Quise caerle por detrás, llamarlo y cuando volteara, estrellarle la botella de leche en la cara y reírme de verlo lleno de blanco y rojo y con unos vidrios escurriéndole por entre los ojos despachurrados y con los dientes sucios lanzando berridos.  Todo eso tuve en mi mente con los ojos cerrados cuando le di paso y le escuché en el buche un “Hummm” y dio un empujón.  Cuando abrí los ojos y lo miré sentí que lo haría polvo y el corrió a la tienda tembloroso y agitado hasta que se perdió por entre la puerta, y yo seguí para la casa, feliz de lo que había visto en mi mente, pero seguí callado mordiéndome los labios para no hablarle a nadie, para obedecer sin chistar nada y después meterme debajo de la cama o en el armario.

 

      El jueves mi cuerpo amaneció liviano, mis dientes estaban completamente apretados y trabados, mi cabeza agachada y los ojos se me cerraban a cada momento.  Hice todos los oficios del apartamento donde vivíamos y no quise comer, mejor dicho, la boca no quiso abrírseme y el estómago tampoco.

 

      El viernes me dí cuenta de que la pieza donde dormía era muy oscura, entonces me subí a la azotea y construí una casita para mí solo, con unas latas de caneca y unos cartones donde estuve durmiendo con el perro.  Sólo bajé a responder ante los gritos de mi mamá para hacer alguna cosa.  Esa noche dormí con el perro hasta que llegó ni papá y me bajó en sus brazos.  Recuerdo que me dio un beso en la sien; me acarició la cabeza y le preguntó a mi mamá por mi comportamiento.  Ella estaba feliz con su muchachito porque no lo sentía.

 

      El sábado volví a sentir rabia por lo del helado del domingo anterior y salí de nuevo a comprar el desayuno, pero metí en la canastilla del pan un cuchillo que mi mamá tenía para pelar papas.  Quería encontrarme con Alberto y pegarle un susto bien grande.  Quería cogerlo solo y hacerlo sentir el miedo que uno siente, cuando no tiene amigos ni a nadie que le dé un respaldo en la vida para poder defenderse.  Quería que sintiera lo que es perder de todas maneras, y a mi ya no me interesaba perder, ya no necesitaba a nadie.

 

      Pero Alberto no apareció.  Me demoré lo más que pude haciendo el mandado, pero no apareció.  Sentí que me tenía miedo.  Cuando llegué a la casa no me importó el regaño por demorarme.  Me gasté el día mirando el barrio desde la azotea.  Vi varias veces que Alberto llegaba y salía con su papá empujando su carro de paletas.  En algún momento lo vi mirando hacia la puerta de la casa donde yo vivía, lo hacía de medio lado.  Varias vecinas le preguntaron a mi mamá si les prestaba a su niño para hacerles un mandado y ella apenas se mostró extrañada: “¡Hummm! quién sabe que le habrán hecho al Chiqui que no ha vuelto a salir de la casa.  Yo creo que no lo vuelvo a prestar”.  Sin embargo, me aconsejó que saliera, que nadie me iba a hacer nada.

 

      Ninguno de mis amigos, con los que yo hubiera querido jugar llegó a preguntar por mí.  O sea que yo no era necesario, solo servía para hacer mandados, para prestarme.  Tuve un sentimiento muy grave porque de pronto me entró una suspiradera.  Mi pecho se llenó de suspiros profundos, se me hinchó el corazón como si se me fuera a salir del pecho.  Salí de la casa después de almorzar.  Ese día si almorcé y mi mamá me acarició la cabeza y me dio un beso en la frente cuando terminé de lavar la loza, pero ya era tarde.  Me invadió un gran sentimiento de soledad, no necesitaba a nadie.

 

      Luego fui a ver qué hacían Alberto y a su papá. Los dos se veían muy bien, tal como aparecían en la Cartilla Charry, o en la Historia Sagrada, o en el libro Historia Patria.  Yo los miraba con celo, para qué negarlo, le tenía envidia a Alberto.

 

      Ese día sentí mucha rabia con mi papá y mi mamá, pero no volví a llorar.  Ese día me di cuenta de que no había vuelto a llorar, entonces creí que ya era un hombre.  Sabía que el papá mandaba a Alberto a hacer mandados y quise ir a asustarlo, pero no se por qué no me moví del morro de pasto desde donde los observaba.  También dormí ahí casi toda la tarde calentado por el sol brillante de ese día.  Después me fui para la casa.  Lo que sí recuerdo es que estaba muy triste, pero ya no me daban ganas de llorar.

 

      El domingo era veinticuatro de diciembre, el día del Niño Dios.  Yo sabía que el Niño Dios no me traería nada y que como no me había ganado la vida en toda la semana, no tenía ni un centavo para comprar totes, ni buscaniguas, nada. En lo único que pensé mientras lavaba el piso del dormitorio y el de la salita junto con los vidrios de las ventanas era en mis amigos con los que ya no contaba, y en los regalos que habían recibido el año anterior y los "fieros" que me hacían porque a mi no me traía nada el Niño Dios.

 

      Decidí entonces irme para el parque Olaya. Me gusta mucho ese parque donde había jugado a las escondidas, cuando tenía amigos y amigas, y a los "Soldados libertados". Aunque me gustaba mucho el parque, pero no quería volver a verlo.

 

      De pronto, vi a Alberto, estaba solo, vendiendo paletas, no tenía a su papá al lado y me le fui acercando. No tenia plata para comprar una paleta y no se por qué me fui del morro de siempre donde descansaba boca arriba mirando el sol.  Recuerdo que lo hacía con los ojos bien abiertos, como desafiándolo para que me dejara ciego; lo veía por dentro como un disco anaranjado a veces y otras veces con destellos rojos.  No se qué me impulsó para ir hasta allá, para pedirle a Alberto que me pagara mi cono que me había botado en el bazar.  Él me vio totalmente decidido y se quedó paralizado, no atinó a defenderse ni esquivar mi presencia, no me atacaba.  Aún así yo no le podía pegar, y se arremolinaron unos pelados que le gritaban: “¡Péguele a ese chino que usted es más grande!”, “¡Cásquele!”, “¡Qué pasa chino!”.  Y como Alberto no hacia ni decía nada, abrí la boca del carrito de paletas y saqué unas tres y las tiré al suelo, situación que aprovecharon algunos de ellos  para recogerlas y me dio por lo peor, entonces empujé el carrito con toda la fuerza que pude y lo volteé y como él no hizo nada le escupí en los pies a lo que él no respondió. Luego le dí la espalda para retirarme y fue cuando sentí que se me vino encima.  Yo presentí eso y lo esperé para darle un revés con el codo y cuando me cojió por detrás rodamos por el piso.  Le dí con toda la fuerza que tenía hasta que llegó el papá y me quitó de encima, me dio un golpe que me tiró hacia un costado con la boca rota, pero me levanté y me cuadré en posición de defensa.  Todos los pelados habían salido corriendo y me había quedado solo, como siempre.  Entonces, el viejo vio el carro volteado con el reguero de paletas y polares y se llevó la mano al cinturón.  Corrí hacia un empedradero y agarré unas cuantas piedras mientras le exigía que me pagara el cono que su hijito me había botado, y el viejo me amenazó con decirle a mi papá, pero ya no me importaba, ya no le tenía miedo a nadie, ni a él, ni a mi papá , ni a mi mamá, ni a quienes dizque eran mis amigos.  Y me fui, porque alguien gritó que venía la policía y corrí, porque volví a sentir el temblor en el estómago y el ardor de pecho y el temblor en las corvas.

 

      Estuve todo el resto del día caminando, mirando almacenes, mirando los buses, mirando la gente.  Un buen rato me hice al lado de un mecánico que arreglaba un carro y me le ofrecí para que me dejara ayudarle, aunque fuera alcanzándole las llaves de entuercar.  Ahí estuve hasta la noche.  El mecánico se despidió y me advirtió que no le podía faltar el martes para seguir ayudándole.  Entonces, busqué el sitio más lejano, donde nadie me viera, donde yo no viera a nadie y encontré ese potrero.  Caminé decidido y me metí en sus profundidades, como si fuera el centro del mundo.  Miré el cielo buscando la puerta del mundo y deseando volar hasta allá para salirme de esta vida.  Pensando en eso me dormí y desperté a la media noche.

 

      Sentí un extraño alivio.  Me dí cuenta de que me había ido de la casa, que tenía el techo del mundo para vivir, que ahora podía llorar sin que nadie me lo prohibiera y que podía ganarme la vida sin el permiso de mi papá, que si quería tenía con que pagarle las paletas a Alberto y descontarle lo que me había costado mi cono.

 

      La noche fue calmándose, poco a poco se iba silenciando y no encontraba la puerta hacia la salida del mundo. El frío y el viento comenzaron a caer sobre mí mojándome la cara con la neblina.  Entonces, tuve que pararme y caminar hacia la carretera de la calle dieciséis sur con carrera veinticuatro y aprendí que las luces de los postes dan más calor que la luna.

 

      Caminé por el barrio Lunapark, observando las fiestas y los disfraces y los borrachos hasta que, en uno de esos jolgorios, alguien confundido me invitaó a comer creyéndome hijo de uno de los invitados y comí, comí contento.  Luego, me escurrí satisfecho y busqué un sitio para dormir y caí cansado.

 

      Al amanecer, me desperté con el ruido de unos niños que se levantaron temprano a estrenar sus regalos.  Aprendí a inventar disculpas para dormir en esa casa la noche del lunes, y el martes, sin que nadie se diera cuenta, me fui a ayudarle al mecánico.  Esa noche dormí en el Café Cumanday, del barrio Restrepo, donde conocí a un niño embolador que me ayudó a armar una caja de embolar con una cajita de bocadillos y a trabajar con "calidad" en los cafés del barrio.

 

      Así fue como yo empecé a vivir la vida.  Por eso, en Nochebuena, me gusta estar solo, mirando al cielo, acordándome que una vez sentí que el mundo tenía una puerta para mí.

 

 

MARCO ANTONIO LÓPEZ SALAMANCA

Dramaturgo y Actor

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